Delia sonríe. Descansa en el jardín. Recostada junto al pequeño olivo, rodeada de hortensias y geranios. Percibe el aroma a lavanda y siente el calor de los tenues rayos de sol de noviembre en su rostro. En esos momentos se siente bien, casi dueña de su vida otra vez, casi la Delia que fue, antes de que todo se desmoronara.

Tiene 50 años y la vida sigue dándole lecciones. No han sido fáciles de aprender. Está asumiendo sus errores y pagando las consecuencias de lo que ella llama “ir por el camino fácil”.

Una mañana, en el módulo terapéutico de la prisión, las ocho mujeres que lo integran, participan en un taller de pintura creativa. La educadora les ha pedido que se dibujen, que expresen en el lienzo cómo se sienten. En el cuadro de Delia no hay barrotes, solo ella, en el jardín, bajo un cielo azul, abierto.

Pronto saldrá de la cárcel y en su interior se mezclan la alegría por volver a abrazar a su hija y un apretado nudo en su estómago. Es el miedo, la incertidumbre de enfrentarse al mundo, ese mismo mundo que un día se hundió bajo sus pies.

Es consciente de que está presa, cumpliendo condena, pero por primera vez en mucho tiempo ha sentido que cuidaban de ella. Desde que llegara a España con 19 años desde su Colombia natal, ha luchado cada día por mantenerse a flote. De repente todo se paró allí dentro, y al mismo tiempo otras cosas comenzaron a funcionar, a germinar en su interior, como las flores que aprendió a plantar en el jardín. Ha cultivado la paciencia; como los girasoles, su mirada intenta orientarse hacia el lado positivo; valora lo que tiene. Y una voz que ya no reconocía suena en su cabeza: “soy capaz”, “puedo hacerlo”. Debe ser ese concepto que tanto repite su psicóloga: autoestima.

Ahora es más fuerte. Ha recibido ayuda especializada, ya no consume drogas ni tiene ganas de hacerlo. Ahora se quiere, no siempre, pero lo intenta. Demasiadas veces le dijeron que no servía para nada. Palabras grabadas a fuego, heridas difíciles de curar. A las físicas les resta importancia, ya no duelen.

Ahora tiene ganas de “hacer las cosas bien”. Tomará las decisiones correctas. Se alejará definitivamente de las malas compañías. Solo espera una recompensa al esfuerzo en forma de oportunidad, que alguien confíe en ella.

– Hola
– Hola
En 40 minutos me resume la historia de su vida.

¿Qué hacía yo con 19 años? Ella, cruzar el Atlántico, dejar a un hijo de dos años y venirse a un país desconocido a buscar un futuro mejor.

Me habla de una vida feliz, como tantas otras. Lograda con esfuerzo, construida desde el día a día del trabajo humilde y honrado.

– Conocí a un hombre y tuve a mi hija. Vivíamos juntos, me gustaba mi vida. Compramos un piso. De repente, él enfermó- Leucemia. Murió.

Delia perdió su trabajo, cerraron la empresa en la que limpiaba oficinas. La cuota de la hipoteca alcanzó los 1.111 euros, no pudo seguir pagándola. La desahuciaron de su hogar. Tuvo que renunciar a estar con su hija que con siete años envió a Colombia para que su familia cuidara de ella.

Y tomó ese camino fácil que dice: la prostitución y las drogas, que vendía y consumía.

Pasa por encima, casi con naturalidad, capítulos de malos tratos, de abusos sexuales que nunca denunció. Y me habla de decisiones libres donde solo puedo ver opciones casi obligadas por circunstancias desesperadas.

– Me pillaron, y entrar en el módulo terapéutico fue lo mejor que me ha podido pasar.

Escuchando a Delia es difícil saber dónde acaba la víctima y empieza la delincuente. Su mayor condena es su sentimiento de culpa. “Siempre hay alternativas”, repite. “Hice daño a mucha gente”.

Ya fuera de prisión, espero que Delia pueda liberarse de sí misma.

 

Escrito por: Joana Monzó Esteve

Ilustrado por: Gloria Cecilia Plaza