La veo a lo lejos, casi tocando la línea del horizonte. Una niña morena, de cabello largo que baila descalza en la arena. Conforme me acerco a su figura, la niña crece, ahora es una joven que con los ojos cerrados se deja llevar por una música interior que sólo ella escucha.

-¿Dónde aprendiste a bailar tan bien?- le pregunto.

-Aprendí sola. 

Paseamos por la playa. Con la vista fija en el mar, como divisando otra orilla muy lejana, me habla de su infancia. 

Amanda aprendió sola a ir en bicicleta, a nadar, a escribir… Fue sola su primer día de colegio; nadie le acompañó en su primera Comunión, nunca celebró un cumpleaños, tampoco sabía el día que era… Llamó mamá a su abuela hasta que con 9 años descubrió quién era su madre. Con 14 años inició con ella una vida que no había elegido, lejos de todo lo que conocía. Por su ausencia y por su presencia, la relación con su madre la marcó para siempre.

-Entré llorando y salí llorando- Amanda ha vuelto a la playa y me señala la silueta de un edificio cercano, en segunda línea del paseo marítimo. – Es un centro de menores. No sabía que existía algo así, ni imaginaba que hubiera otros niños en esa situación… Con 6, 10 años, soportando muchas cosas para un cuerpo tan pequeño. 

Tampoco para Amanda había alternativa. Con 16 años se vio “encerrada” en lo que en principio le pareció una cárcel. Los dos primeros meses fueron muy duros para ella. 

-Me sentía culpable. Pensaba que merecía estar ahí. 

Vivió dos años junto a otros 24 niños y niñas. Se convirtieron en su familia y aquello en su hogar. 

-Aquí pasé mi adolescencia, en esta ciudad de la que nunca antes había oído hablar. 

Una parte de su vida siempre estará aquí. Donde comenzó a sentir que importaba, que podía, que merecía la pena luchar. Donde se forjó en el convencimiento de que nada de lo que le hubiera pasado valía de excusa para quedarse atrapada. 

Seguimos caminando por la orilla, se detiene ante un agujero en la arena.

-Yo he estado en un agujero y es muy feo. Pude tomar caminos equivocados pero me dejé ayudar por las personas que me acompañaron y que creyeron en mí. 

Amanda tomó la mano tendida y con impulso salió del agujero. Lo miró por última vez, era profundo y muy oscuro. Fue consciente de que no podría taparlo del todo, pero con empeño lo rellenaría hasta convertirlo en un terreno firme que ya no se abrirá bajo sus pies. Sabrá que estuvo ahí, incluso allanado distinguirá su contorno, pero lo pisará sin miedo. 

En el centro de menores continuó estudiando y se sintió querida por quienes la rodeaban. Llegaron los 18 años y con ellos una despedida. Mientras preparaba las maletas para marcharse, su mejor amiga la sorprendió con una magdalena con una vela. Fue la primera vez que tuvo algo parecido a una tarta de cumpleaños.

Con el recuerdo de esa pequeña tarta improvisada, Amanda sonríe. Saca el móvil y me enseña una foto de dos chicas felices soplando una velita. 

-Ella sabía que odio los cumpleaños. También la Navidad y las vacaciones de verano… porque siempre he estado sola, sin familia, sin nadie. Son recuerdos asquerosos. Pero esto fue bonito- me confiesa. 

Ahora Amanda vive en un piso de emancipación junto a otras tres chicas. Tiene sueños, se esfuerza mucho y camina con paso determinado hacia su futuro. Ha empezado a construir otro tipo de recuerdos, esos que te hacen sonreír y reconciliarte con tus fantasmas. 

 

Escrito por: Joana Monzó Esteve

Ilustrado por: Francisco Galán

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