Un trocito de mí, un soñador venido de Gambia.

Sentado en el suelo, descalzo y apoyado en la pared del balcón que da a la avenida Primado Reig, contemplo desde el séptimo piso donde resido la retahíla de vehículos que circulan a diferentes velocidades por el asfalto y que solo disminuyen su marcha cuando el color rojo se hace presente en alguno de los semáforos que cada cierto tiempo van cambiando su color.

Ese es uno de mis momentos especiales, alejado de la rutina diaria y disfrutando del calor de los rayos de sol que me regala el atardecer. En ese instante me evado de mis preocupaciones y deambulo por mi mundo interior, tratando de alejarme al máximo de los ruidos mundanales del día a día.

Por desgracia, en estos últimos meses, en demasiadas ocasiones ese espacio lacónico se convierte en un tiempo de pesadumbre debido a las frases, acciones y discursos que aparecen sobre todo en las redes sociales y que golpean con toda su fuerza mi mente y dejan tocado mi corazón.

Frases y acciones lapidarias que tratan de deshumanizar a las personas migrantes como yo e intentan convencer a la sociedad con argumentos ambiguos que no tenemos derecho a una oportunidad, ni a luchar por nuestros sueños.

Tal vez no pueda hacer nada por cambiar esta realidad, tal vez el discurso de odio cala profundamente en algunos segmentos de la población, pero me siento con el deber, el derecho y la obligación de contar parte de mi historia por si alguna persona, al leerla, puede empatizar y abrir un poco sus ojos.

Mi vida es solo otra vida más, seguramente con demasiados rasgos comunes con otros compañeros y compañeras que emprendieron su viaje, pero llena de situaciones hermosas que confluyen con otras más duras o dolorosas que se vanaglorian o se desvirtúan en razón del momento o de la persona que las interprete.

Nací en una pequeña población de Gambia; mi infancia y adolescencia transcurrieron por los cauces normales y naturales que, sin otro lugar de comparación, eran los usuales para aquel lugar del mundo. Los estudios no se me daban muy bien y pronto los dejé para ayudar a mi familia en el campo y tener más tiempo para dedicarlos a otros quehaceres más divertidos.

Tal vez mi vida hubiera seguido por los caminos de la humildad y la sencillez, pero el acceso a la televisión y a internet en aquellos locutorios en los que la red deambulaba a escasa velocidad —si tenías la suerte de que funcionara sin cortes— nos ofrecía demasiadas visiones de un mundo mucho más idílico. Todo eso acompañado de mensajes de parientes y conocidos que habían cruzado el charco y se encontraban trabajando y deambulando por el antiguo continente.

Esos mensajes fueron calando profundamente dentro de mí y se reforzaban escalonadamente con las ideas peregrinas de mis mejores amigos. Poco a poco fuimos forjando los pasos a seguir, ahorrando lo poco que los trabajos esporádicos nos permitían y elucubrando cómo sería nuestro viaje y la partida.

Lo que comenzó como un cuento fue cogiendo forma hasta que un día, sin tener ninguna certeza, me encontraba con mi mejor amigo dándonos un chapuzón en el río Gambia para honrarlo, purificarnos y solicitarle que nos ayudara a conseguir nuestro propósito.

De soslayo nos despedimos mentalmente de nuestros seres queridos y emprendimos nuestra aventura. Durante varias semanas recorrimos parte del norte del continente africano. De Gambia a Senegal, de Senegal a Mauritania, de Mauritania a Malí, de Malí a Argelia y de Argelia a Marruecos. Allí estuvimos casi tres años, viviendo en unas condiciones miserables y aceptando cualquier tipo de trabajo que nos permitiera ahorrar el dinero suficiente para pagar un pequeño espacio en una patera que nos trajera a España.

Después de más de un lustro de aquel viaje, sigo estando en un vaivén de situaciones que alteran mis nervios; cada nuevo paso en la obtención de alguno de mis papeles lleva un tiempo de espera que a veces parece convertirse en infinito. La desidia y la esperanza han estado jugando con mis posibilidades formativas, pero sobre todo laborales. Demasiadas veces el optimismo y el pesimismo se han enfrentado, lanzando a la lona a su contrincante, pasando por etapas de decaimiento y frustración total a otros momentos de máxima euforia.

Mi religión, mis oraciones, así como la ayuda de algunas organizaciones y profesionales, me han permitido no caer en la desesperanza y entender que algunos pasos necesitan de bastante tiempo y mucha paciencia.

Hay gente que piensa lo afortunado que soy por estar en este continente, pero nadie sabe lo mucho que perdí en este intento y el tramo de recorrido que aún me falta por cubrir. Tal vez, si pudiera volver atrás, sopesaría el riesgo de mi aventura, la pérdida y la renuncia de mis seres queridos, especialmente la de la persona con la que empecé esta, nuestra andanza.

Por circunstancias económicas y personales, no pudimos hacer el último tramo del viaje juntos, que nos tenía que traer de Marruecos a España; él lo emprendió unos días antes con la esperanza de volvernos a ver en España. Yo tuve la suerte de no coger la patera que en medio del océano jugó al escondite con las olas y con él; nunca más pudimos encontrarlo.

Aunque yo sé que está en mejor vida, siento la obligación y la necesidad de cumplir nuestro sueño por los dos. Percibo que sigue estando en mi vida y cuando me siento decaído y pretendo tirar la toalla.

Recuerdo las razones por las que iniciamos este viaje y siempre me sentiré agradecido por su persona.

Lo mucho o lo poco que consiga siempre estará dedicado a mi mejor amigo. Allí donde estés, quiero que sepas que sigo luchando por nuestro sueño.

Un soñador venido de Gambia